-Porque todo esto feo lo trajo Perón, antes era barrio barrio, humilde, pero toda gente de bien, trabajadora…
Chorizo. Así se les dice acá esas casas largas, de techos altos, con patio y amplia galería, en las que ir al baño implicaba una caminata a través de varios cuartos o ir por afuera. La casa de mis tíos abuelos Amelia y Jorge, hermanos de mi abuelo Toby, era una de esas, grande, linda, helada en invierno.
-Cuidado nena, no te lleves puesto el calentador.
No era joda calefaccionar eso, y honestamente los calentadores Bram-metal a kerosene que intentaban mitigar un poco el frío, no tenían gran éxito. Era el reinado de las bolsas de agua caliente, las mañanitas tejidas de lana, las medias gruesas, las pantuflas con corderito. A la casa de los tíos en invierno había que ir abrigado.
A mí no me importaba el frío, había muchas cosas casi mágicas en la casa de Lugano y me resultaba divertido ir.
-Nena, los patines.
Entonces uno se subía sobre dos cuadraditos de paño lenci y te deslizabas por el piso de pinotea lustrado. Cómo no iba a ser divertido, ya apenas entrabas pasaban cosas que en mi casa no pasaban.
Amelia y Jorge eran dos solterones. Viviendo en la casa que había sido de sus padres. Llegué a conocer a mis dos bisabuelos, Francisco y Elisa. Fran era un ser único que sabía hacer de todo y todo lo arreglaba y todo lo usaba para alguna otra cosa y tenía un galponcito atiborrado de objetos en desuso y piezas varias de donde sacaba lo justo y necesario en el momento exacto. Le encantaba estar conmigo, me enseñaba cosas, me mostraba las radios que lo apasionaban, armaba y desarmaba válvulas y cables y parlantes. Había hecho una hamaca para mí que había instalado bajo la parra del patio de atrás, que tenía las cadenas largas y me podía hamacar fuerte y con la punta del pie tocar las uvas en verano. Mi abuela Nelly, la esposa de mi Abu Toby, vivía con terror a que me pasara algo y cada vez que me pescaba en la hamaca se agarraba la cabeza.
– ¡Las parras se llenan de bichos, no sea cosa que le caiga una araña pollito en la cabeza a la nena!
Jamás pasó algo semejante, por supuesto. Me hubiera encantado la araña pollito en la cabeza.
Casi todas las casas de antes tenían parras. Pero no todas tenían las flores, frutas y verduras que había en el fondo de la casa de Lugano. Mi tatarabuelo Bernardo, suegro de mi bisabuelo Fran, había sido jardinero, y de ahí parecía haber entrado el gen de la jardinería en esa parte de la familia. Bernardo era oriundo de Génova y había conseguido trabajo de jardinero apenas llegado a Buenos Aires a fines del siglo XIX, en una casona del barrio de Saavedra de una familia patricia y pudiente, de larga tradición criolla, los Podestá Acosta. Parece que la menor de las hijas de dicha familia paseaba por los jardines a diario, admirando las flores perfectas que podaba y cuidaba mi tatarabuelo. Y pasó lo peor, al menos para el señor Podestá Acosta, quien descubrió que su pequeña hija de 16 años no sólo pasaba demasiado tiempo con el jardinero pobre inmigrante genovés, sino que estaba comprometida con él. Mi tatarabuela (porque sí se casaron, fueron felices y perdices no comieron porque fueron muy humildes) renunció a toda fortuna y herencia, más aún, nadie de esa familia, su familia, volvió a hablarle. Mi Abu Toby me contó que sólo aparecieron unas señoras, aparentemente sus hermanas, el día de su velorio, se acercaron al cajón, bajaron la cabeza un instante y se retiraron en silencio.
El fondo de la casa de Lugano era como un laberinto selvático plagado de aromas y sensaciones. Mi bisabuelo Fran había armado estrechos caminos de baldosas tipo vainilla que iban pasando por sectores claramente delimitados por un alambrado tipo gallinero. Cada sector tenía una puertita de madera medio caída que se abría para entrar y religiosamente se cerraba al salir. Bueno, religiosamente no, porque mi bisabuelo era anarquista, y, por consiguiente, ateo. En cada pequeño jardín crecían frutales, flores y verduras, y al fondo de todo donde terminaba el recorrido de la veredita de vainillas había un sector más amplio, donde había plantas más grandes en macetas pintadas de colores y un sector de pasto. Ahí, el fondo del lote era un gran paredón. Pintado con la máxima prolijidad a la que podía aspirar mi tío Jorge, el heredero de las tareas de jardinería, el solterón a quien le dabas una ramita de cualquier cosa y él la multiplicaba, o la hacía prender en otra planta. Una vez me confesó que el secreto para que no hubiera hormigas era putearlas. Me lo demostró, y me reí mucho, y él reía conmigo mientras me decía que era un método muy efectivo. Apenas aparecía una hormiga, chau, le rajaba una puteada fuerte y clara. Ninguna planta jamás fue atacada por hormigas en la casa de Lugano. Confieso que más de una vez y sin que me viera nadie intenté alejar a las hormigas de la misma manera, sin éxito alguno.
Ese fondo…me cuesta mucho describirlo. Podría empezar diciendo que nunca ví ni veré nada parecido. Había un sector con “plantas pinchudas”, y cada punta tenía calzada una tapita de rosca o un cubito de telgopor, pintados de colores, que iban formando anillos coloridos en los bordes de las plantas. Por el paredón trepaban helechos ayudados por tiras de alambre y enamorada del muro, entre otras cuyos nombres no conozco. Como un sentidísimo homenaje a los seres más importantes que habían pasado por esa casa, ahí estaban sus nombres pintados sobre la misma pared o en cartelitos de madera. Entonces, al llegar al fondo, hacia la izquierda, un cartelito colgado de una cadena finita decía “Villa Elifrán”, rodeado de flores atadas en alambres y plantas suculentas. Y hacia la derecha…
“Al fiel amigo Terry”.
Debajo de la pintura en la pared había una pequeña tumba de tierra, impecable, con bordes de ladrillo y plantitas con flores perfectas todo el año. Conocí al Terry de chica, un perro que había rescatado mi tío de la calle, mediano, blanco con manchas negras.
-Cuidado con el Terry a ver si te muerde, nena.
Cada vez que podía y desde épocas que no recuerdo, pero me contó mi mamá, me encantaba jugar con el Terry. “El” Terry, no Terry a secas. Hay una diferencia. Jamás me mostró siquiera un diente y movía la cola sin parar. No recuerdo cuando murió el Terry, calculo que no me dijeron, habremos dejado unas semanas sin ir a la casa y me habrán contado alguna mentira piadosa. Sí recuerdo la llegada del Pandy (bautizado en honor a uno de mis dos ositos de juguete predilectos) y del Cachuzo. El Pandy era un perrito más temperamental, talla chica, de ladrido agudo y punzante. El Cachuzo era otra cosa. Buenazo, mirada de perro agradecido, lo había rescatado el tío Jorge de un contenedor de basura donde algún ignorante lo había tirado de muy cachorro. Cuando llegó a la casa de Lugano estaba tan pelado por la sarna y tan flaco y desvencijado que el nombre salió solo.
Lindo se puso cuando un día después de almorzar, el tío Jorge nos lleva al fondo a ver su nueva creación. Justo antes de llegar a la parte de más atrás, al terminar los caminitos de vereda de vainilla, había hecho una especie de arcada con varillas de construcción, que al cruzarse en su parte más alta sostenían un cartelito blanco con letras rojas.
-Y con los rosales que están creciendo a los costados, se va a rodear de flores y va a ser hermoso.
– ¡Jorge, la pusiste entre todos los muertos! ¡Tito, decile algo!”
A mi Abu Nelly no le había resultado una buena idea que el cartelito dijera “Karen”, e intentaba que mi abuelo Toby (Tito para ella) deshiciera mi presencia en la tierra de los muertos.
A mí me fascinó. En el podio afectivo de mi tío Jorge, junto a sus padres y el Terry, estaba yo. No era poca cosa.
Llegué a ver las rosas alrededor de mi nombre un par de años después. Mi Abu Nelly murió antes de ver los rosales altos y florecidos. Quizás le hubiera gustado, bah, probablemente no, pero su moción por retirarlo había sido un fracaso total. Había confundido un homenaje a la vida con un culto a la muerte, tal vez por su catolicismo. Y la diferencia es abismal.
El tío Jorge era un tipo simple, con sonrisa de dientes postizos, cuya vida cuando yo era chica consistía en cuidar las plantas, rescatar animales de la calle y mirar todos los domingos el corte de manzana del programa de Sofovich y hacer grandes comentarios sobre eso. Ah, siempre con la esperanza alta sobre el Plan Megatel, que finalmente les iba a dar un teléfono que habían pedido mil años atrás y que recién llegaría poco tiempo antes de su muerte. Al repensar lo de “cuya vida cuando yo era chica…” cabe aclarar que su vida cuando yo fui más grande era igual, y aparentemente su vida de joven había sido igual, con la salvedad de haber trabajado en una fábrica de pomos (en esa época se hacían de plomo), pocas horas y pocos años, ya que se había jubilado joven por trabajo insalubre. La fábrica quedaba frente a la casa, y el trabajo era realmente insalubre, de hecho, terminó muriendo de cáncer probablemente por el plomo, pero me parece que ya el hecho de trabajar era insalubre para mi tío Jorge, porque no le gustaba, ni tenía aspiraciones económicas ni de crecimiento personal de ningún tipo. Conoció a mi hija Verena de bebé y era increíble su capacidad para dormirla en dos minutos de tenerla a upa. Con mi mamá decíamos que era del aburrimiento que se dormía. Mi tío Jorge era un tipo simple, bueno, tranquilo, amaba las plantas y los animales y era un vago.
La tía Amelia era otra historia, aunque compartían los mismos no rasgos de una no personalidad y formas de vivir parecidísimas a la nada misma, ella parecía no tener diversión alguna. Al menos el tío Jorge se ocupaba de las plantas y los animales y era el encargado de salir a hacer las compras y las tareas del hogar en general. Ella, en cambio, parecía siempre estar ahí, durante muchos años cuidando a su madre enferma de Alzeimer y casi sin salir de la casa, sólo hasta la vereda a charlar un rato con los vecinos. Una mujer alta, grandota, cara de galleta y sin gracia, a quien la vejez le había dado un aire de una señorialidad que nunca había tenido. Una salud de hierro y una postura más erguida que la mía. No tomaba un sólo remedio, porque no los necesitaba. Asombraba a médicos de Pami por sus análisis y estudios impecables. De joven tampoco había sido agraciada, y con el ateísmo de su padre, mi bisabuelo Fran, se había achicado bastante su círculo social, negada la posibilidad de ir a misa o participar de las actividades de la iglesia. Quizás eso la dejó soltera, quién sabe. Nunca se le conocieron pretendientes. Mi bisabuelo Fran aparentemente no la dejaba salir “al baile”, únicamente alguna vez para carnaval y ya cuando era bastante grande. Solo había ido al “corte” a aprender costura y bordado cuando terminó el primario. Ya de bastante mayor y vendida la casa de Lugano, con ambos sus hermanos muertos, trajimos a la tía Amelia a vivir más cerca de mi mamá y de mí. En ese momento, mi tía Amelia nos había dejado a nosotras la ardua tarea de sacar las cosas de la casa, clasificar, tirar, guardar. Fueron días agotadores, ir hasta allá, revolver, tratar de acomodar… la humedad había hecho estragos. En los altísimos cielorrasos de la casa colgaban pedazos de pintura y yeso, sobre todo en los cuartos, donde casi nunca entrábamos. Salían de los enormes roperos tapaditos de mi bisabuela, del cuartito de afuera las herramientas caseras de mi bisabuelo, las radios, camisas del tío Jorge y cientos de cosas que aún conservo. Era demasiado para mi tía Amelia. No podía hacer la mudanza, porque nunca había hecho nada sola.
-Es la primera vez que me toca cuidar a alguien que va a crecer y no a morir.
Eso le comentó a mi mamá cuando ya estaba instalada en Quilmes y yo le llevaba a Verena, mi hija, por las tardes un rato a su casa después del jardín para que yo pudiera seguir trabajando. Ya había pasado por cuidar a su madre, a Jorge, a mi abuela y a otros parientes, es que su soltería sin hijos le daba el tiempo para estas tareas poco gratas que ella hacía sin quejarse. Ahora era diferente. A casi 80 años de vida su historia comenzaba a re escribirse.
Varios años más tarde y con 91, ya no podía vivir sola y con mi mamá y Verena decidimos llevarla a un Hogar. Un lugar chico, con poca gente y muy cálida atención. Teníamos terror a que no funcionara, o la pasara mal, o extrañara.
Cómo nos equivocamos.
Mi tía Amelia, la callada, la que era la nada, la que no se había casado, la “pobre Amelia”, esa señora vestida de color té con leche y blusa cerrada con un prendedor al cuello, la que no podía ni pedir qué gusto de helado sin que otro decidiera por ella, estaba contando chistes “verdes” en el Hogar, recitando poemas gauchescos, cantando. Se había convertido en “Amelie”, así la había bautizado una de las enfermeras. Era la reina de esa mesa chica de seis viejos y viejas, entre los que estaban una media sorda, una ciega que hablaba a los gritos, uno con Alzeimer y un poeta que recitaba sus obras de amor. Cuando fuimos a visitarla no lo podíamos creer. Se reía sin parar mientras nos presentaba a su barra de amigos. Qué suerte que estaba ahí cuando llegó la pandemia. Acompañada y festejando. Un día se levantó de la cama, se desmayó y se murió de un ACV. Hasta su último día sin molestar demasiado a nadie.
Tuve que ir a buscar sus pertenencias al sanatorio donde la habían llevado. Me dieron una bolsa negra que dejé en el lavadero de mi casa por un tiempo, era a principios de la pandemia y no quería ni abrir algo que había venido de un sanatorio. Quedó ahí por unas semanas.
La tía Amelia se había encariñado bastante con uno de mis perros, Pereyra. Recordé que entre sus pertenencias devueltas por el sanatorio tenía que estar un camisón rosa que tenía puesto. Quise que Pereyra lo tuviera de mantita para dormir y fui a buscar la bolsa negra. Metí la mano y fui tanteando su contenido, un desodorante, un saco de lana, unas medias. Y algo en una bolsita que no podía identificar. Lo agarré y lo saqué de la bolsa.
La dentadura.
Esa sonrisa postiza, como la de mi tío Jorge. Ahí estaba, y me sonreía. Tantas veces se la había pegado yo, porque le daba fiaca ir al dentista. Me dio una risa tremenda que iba mezclándose con alguna lágrima. Recordé su vida aparentemente sin pena ni gloria, reivindicada de vieja, a mi tío Jorge y las hormigas, a mi tatarabuela escapándose con el jardinero, al Terry, a las botellas de licores de colores en el mueble alto del living comedor, a la casa de Lugano y toda su magia. Y sobre todo recordé ese día en el que vaciamos esa casa con mi mamá, hacía ya un par de décadas.
Porque si de manotear a ciegas cosas que no se sabe qué son, el vaciado de la casa de Lugano se lleva todos los premios.
Hacía frío en esa casa desolada, mi tía Amelia ya estaba en su casa nueva y ahí no quedaban ni los perros, que los había adoptado un vecino que los adoraba. Mi mamá y yo trabajábamos sin parar para terminar de vaciar la casa, tratando de cargar en fletes los macetones que se podían mover con azaleas de todos colores, lamentando el limonero, los otros frutales y la parra.
Quedaba un cajón sin revisar del ropero de mi tía.
Amarillentas y rígidos los dobleces por el paso del tiempo, salieron sábanas de hilo blanco, bordadas a mano. La funda larga de almohada doble tenía un espacio para bordar iniciales, las iniciales de una pareja a punto de casarse, preparando su ajuar de boda.
En las sábanas de mi tía, bordadas a mano por ella cuando era joven en las clases de corte y confección, no había iniciales.
No había habido candidato. Si los sueños rotos tienen un color, es ese, amarillento.
Primer shock.
Nos pusimos a llorar con mi mamá. Guardamos las sábanas y nunca le dijimos a la tía Amelia que las habíamos encontrado.
Quedaba por revisar la bodeguita, por las dudas.
Todas las casas de los tanos tenían una bodeguita. Era tan solo una puerta trampa en el piso por donde accedías a un cuadrado en la tierra que se usaba para conservar quesos y vinos. Cuando era chica me encantaba que me abrieran la bodeguita, yo entraba justo, pero era un lugar poco profundo, como para meter cosas, no personas. Me gustaba porque olía a tierra húmeda y había bichos. Y de ahí siempre sacaban una bolsa con tapitas y tubos de plástico y de plomo que tenía mi tío Jorge de sus épocas en la fábrica que me encantaban para jugar al negocio.
Al fondo de la bodeguita había unos paquetes, accesibles solo si estirabas mucho el brazo hacia adentro. Plagado de arañas y bichos varios. A riesgo de ser mordida por alguna rata, metí la mano lo más que pude, con casi medio cuerpo adentro y fui sacando los paquetes.
Paquetes de papel higiénico, en packs de a seis. Muchos.
Shampoo, detergente, paquetes de fideos y arroz, todos en packs.
Más packs con harina.
Fotos de Evita. Grandes, chicas, posters, recortes de diario de Perón, todos los diarios carcomidos por el tiempo y los roedores del velorio de Eva.
Y un anillo de oro con la cara de Evita.
Segundo shock.
Esta vez tardamos un rato en reaccionar, y en entender. Mi tía Amelia había escondido su ajuar sin bordar en su ropero y mi tío Jorge su fanatismo por Eva Perón en la bodeguita, algo que ni mis bisabuelos, ni mi tía, ni mi abuelo le hubieran perdonado. En todo caso mis bisabuelos hubieran justificado la soltería de mi tía con la tarea de cuidar a los enfermos, pero de ningún modo hubieran justificado el peronismo de mi tío Jorge.
Y de repente se nos vino a la cabeza que hacía pocos años de los saqueos de la última etapa de Alfonsín. Nos cerró todo. La casa de Lugano quedaba cerca del supermercado Jumbo de Cruz y Escalada y las dos nos imaginamos al tío Jorge en alguna versión de incógnito para que mi tía no se diera cuenta adhiriendo al peronismo desestabilizador que terminaría con Alfonsín y saqueando un supermercado.
Mi tío Jorge. Mi tío Jorge era un tipo simple, bueno, tranquilo, amaba las plantas y los animales y era un vago. Y era peronista. Y no se lo hubieran perdonado ni sus hermanos ni sus vecinos, que eran gente humilde, pero trabajadora, y de eso se hablaba mucho en el barrio.
Nos reímos un rato largo y decidimos donar todo lo que estaba en buen estado junto con el resto de las cosas, muebles y ropa a un Hogar de ahí del barrio.
La casa había guardado sus secretos por años. Vaya a saber cuántas historias más habría que no sabemos…
En toda familia hay una casa de Lugano que guarda nuestros secretos más turbios, y es la misma que guarda esos recuerdos que llegan con un olor, o un sonido, o un limón o al hamacarte y tocar una rama descalza en verano.