Yo no tuve una Tía Bundy. Pero existió.
Allá por los años 90 conocí a la Tía Bundy, una solterona octogenaria muy agradable. Bajita, mullida y canosa, impecable en su vestimenta estilo 1950, que olía a agua de colonia con dejos de naftalina y alguna nota de spray Elnett para cabello. Era tía abuela de la última esposa de mi papá, Melania Eugenia, personaje altamente conflictivo y patético del cual me ocuparé en detalle en otros relatos.
La Tía Bundy vivía sola en un departamento amplio y señorial sobre la avenida Juan de Garay, en un edificio de esos con mármol a rolete y escaleras con trabas de bronce para colocar alfombras rojas. Todo bastante venido a menos, pero igualmente valioso por su ubicación y metraje. Había dependencias de servicios que eran más grandes que un departamento moderno completo, circulación doble para que la gente como uno no se mezclara nunca con la servidumbre, a quienes se los llamaba discretamente presionando un timbre con el pie bajo la mesa. La Tía Bundy tenía viviendo allí a una señorita que limpiaba la casa, se ocupaba de la ropa, los mandados y otras cosas. Jamás la Tía Bundy hubiera admitido que necesitaba ayuda para casi todo por su avanzada edad, por eso restringía su referirse a ella a “la chica que limpia”. Era con cariño, igual, porque apreciaba que se ocupara de ella, aunque sólo fuera porque era su trabajo. De ese cariño, también, hablaré más adelante.
Había viajado mucho, la Tía Bundy. Mucho más que la gente común de su época, pero mucho más. Y muchas veces, y a lugares exóticos y a hoteles carísimos y famosos. Primero en cruceros cuando era la única opción para cambiar de continente, después en aviones. Guardaba una colección enorme de fotos en sepia y en blanco y negro, algunas chiquitas y con los bordes con firuletes, otras más grandes con marco blanco, otras recortadas. Siempre se la veía sonriente, joven y linda (aunque muy cachetona y regordeta de cara, rasgo que conservaba aun cuando la conocí), en múltiples destinos del planeta. En malla, en trajecito sastre dos piezas con pollera, en pantalones color caqui de esos que sirven para montar, en vestido ceñido a la cintura. Abordando aviones y saludando desde la escalerita, cenando en galas en grandes salones plagados de columnas con dorado a la hoja y cortinados de terciopelo, montando camellos en el desierto, sosteniéndose el pelo con pañuelo contra el viento de alguna rambla marina. Realmente había recorrido el mundo entero varias veces y cada foto la llevaba a sonreír mientras relataba alguna historia al respecto del lugar en cuestión.
La primera vez que ví a la Tía Bundy fue el día mismo que supe de su existencia. Melania Eugenia había dicho siempre no tener familia alguna, y un día que estaba yo de visita y de la nada, llegó con ella, la presentó como la hermana de su abuelo, que era su única familia y que venía a tomar el té.
Desde aquel día, una vez por semana empezó a repetirse la ceremonia del té con la Tía Bundy. Empecé a notar que la relación entre ella y Melania Eugenia era, siendo yo amable al describirla, rara. Melania Eugenia se desvivía por atenderla y comprar masas de las más caras y se sentaba junto a ella con un afecto que, conociendo a Melania Eugenia, era altamente perturbador. Melania Eugenia era un ser del mal, incapaz de semejantes demostraciones de afecto y menos hacia alguien con quien no parecía tener ninguna cercanía más que un vínculo sanguíneo lejano. La Tía Bundy parecía ignorar esta cuestión y se limitaba a disfrutar de la atención y particularmente de mi compañía, ya que siempre Melania Eugenia se preocupaba por invitarme cuando ella estaba, y se sentaba a contarme historias que acompañaba con fotos que traía en una caja desde su departamento y a escuchar cosas de mi vida. Una tarde de esas tantas y en medio de algún relato de viaje, apareció una foto distinta a las demás. Era una foto familiar, no tan vieja, en donde se veía una nena con cara desagradable y bastante separada del resto de la gente del grupo.
-Siempre la misma cara de estúpida, vos, Melania, ya desde chiquita. No me sorprende que nadie te quisiera. Y mala. Siempre fuiste tan mala…
Dejó la foto a un lado con elegancia, y los cachetes, que por ese instante se habían puesto rígidos y colorados como a punto de reventar, se volvieron a aflojar y asomó la sonrisa al mirarme a mí y continuar su relato.
No supe qué hacer, ahora tampoco sabría qué hacer en un momento similar. Ya era adulta yo, así que no era falta de madurez para manejar una situación. Ese comentario había sido intempestivo y extraño. Entonces no hice nada y seguí como si nada y la Tía Bundy como si nada y Melania Eugenia… impávida, con cara de algo. La de ella no era de nada.
Esa tarde me ofrecí a llevarla de vuelta en mi auto a su departamento, para evitarles a ambas el trayecto a solas. Me invitó a subir amablemente, después de un viaje de menos de una hora en el cual seguimos hablando de viajes y cosas en general, e hizo que “la chica” nos haga un café, servido en coquetas tacitas de porcelana con virola de oro y cucharitas de plata inglesa. Luego, pasó a mostrarme su departamento y sus cosas, despacio y deteniéndose reiteradas veces en algunos objetos en particular. Recuerdo claramente la cantidad de esculturas y cuadros y objetos rebuscados y plagados de detalles de los que a mí no me gustan pero que suelen verse a precios altísimos en los locales de antigüedades de la calle Defensa. En uno de los cuartos había varias valijas de viaje, claramente en desuso desde hacía un tiempo considerable. Grandes de cuero, medianas de color azul celeste con vivos blancos, pequeñas de mano. Todas con sus iniciales grabadas, MV. Había una muy linda que miré con más atención.
-Llevátela. Te la regalo. Y te voy a dar algo más que tengo guardado, no sea cosa que esta estúpida se quiera quedar con mis cosas. Te la doy ahora, no decís nada para que no moleste y ya es tuya.
Pasamos a un cuarto que habría sido una especie de despensa, con estantes vacíos y algunas cajas. Había una mezcla de olores a especias y humedad, sin ventanas y apenas con una lamparita tenue. Contra un mueble, en el piso, había una araña mediana de caireles de bronce y cristal.
-Me la regalaron hace añares, pero nunca la pude colgar por la altura del techo, ¿viste?, no quedaría bien acá. Llevátela. Otro día venís y te doy más cosas.
Nos despedimos y me fui con la araña y la valija cargadas en el auto. No me gustan las arañas para nada, pero no dije nada porque no podía desairar semejante regalo. Mientras manejaba de vuelta a mi casa pensaba en la cantidad de objetos de valor, las obras de arte, la vajilla, la platería, los viajes… nunca había preguntado sobre los ingresos de la Tía Bundy, quien se decía “jubilada” y aparentemente nunca había trabajado ni había tenido marido.
Unos días más tarde supe que la Tía Bundy había muerto. Melania Eugenia me contó que su corazón de casi 90 años simplemente había dejado de andar. No hubo velorio ni nada y a los pocos días fui de visita a lo de mi papá. Al llegar ya se percibía en el aire una combinación de tensión y odio. Mi papá estaba tranquilo fumando una de sus pipas en su sillón escandinavo con una cajita sobre las piernas. Me acerqué a ver qué había.
– Mirá…
En la cajita había fotos antiguas. En todas ellas había jóvenes desnudas, quizás con un ocasional collar de perlas, medias de seda con portaligas y tacones. Con las piernas abiertas en sillones, entreveradas entre sí, entre cortinados pesados, sobre una cama de bronce, tocados con plumas altas en vinchas y las miradas delineadas de negro perdidas en el horizonte de algún tugurio fotográfico de Buenos Aires. Las imágenes en cartón no tenían el nombre del fotógrafo, como suele ser el caso en las fotos de estudio antiguas. Tampoco tenían inscripciones detrás. Eran de principios de siglo, obviamente, a lo sumo década del 20. En todas se repetía una cara cachetona y regordeta, inconfundible. No podía salir de mi asombro y estupor. Se veía tan chica.
-Y hay cartas también. De tono muy personal. Mirá.
Cada carta era como la otra cara de todas las historias que había escuchado de boca de la Tía Bundy. Palabras de halago y agradecimiento, acuerdos de pago de servicios, obscenidades, invitaciones aceptadas a viajes, más dinero pactado, listados de ropa y joyas, declaraciones de amor, reservas de fechas. Las cartas eran de muchos remitentes diferentes de varios países del mundo y en varios idiomas y estaban fechadas entre la década del 30 y del 60, fecha en la cual parecía que la Tía Bundy se habría retirado de su profesión.
-Y no sabés lo que había hecho antes de morir.
Mi papá sonrió levemente y siguió con su pipa mientras me contaba todo, entre sorprendido y divertido por los acontecimientos. A mi papá poco le importaban las cosas materiales, pero sí valoraba mucho la inteligencia, sea de quién sea.
Melania Eugenia había ido al departamento a buscar un supuesto documento en el cual la Tía Bundy le dejaba el departamento a ella y no había podido entrar. Alguien había cambiado la cerradura.
No se habló más del tema, pero unos meses después mi papá me contó que la Tía Bundy le había “vendido” su departamento a la “chica que limpia”, a esa a la que le tenía cariño. Después también supimos que la “chica” y su pareja tenían todo un negocio armado con esto de cuidar gente mayor sola y convencerlos de firmar papeles, pero eso ya es otra historia y no viene al caso.
Nunca volví a ver esas fotos. No pasó mucho tiempo y mi papá se enfermó y dejé de hablarme con Melania Eugenia y pasaron cosas que tampoco vienen al caso ahora. Pero de las fotos y las cartas, no supe más.
La valija está acá, en mi casa. Tiene otras cosas viejas y queda muy linda al lado del piano, en el piso.
La araña se la regalé a una amiga, a la que quise contarle la historia de la Tía Bundy y de ahí salió este relato, embellecido un poco, pero completamente fiel a los hechos.
La valija exhibe sus iniciales MV grabadas sobre el cuero. Nunca supe cómo se llamaba la Tía Bundy.