Tuve la suerte de conocerla en 2017, hacía un tiempito que Pablo, su nieto, y yo estábamos saliendo. Esa tardecita nos encontramos con ella y su amiga Catalina en un bar de Palermo donde la Tía Nora, su hija menor, actuaba en una obra de teatro y la habíamos ido a ver juntos. Nosotros volvíamos para Quilmes y ella y Catalina vinieron con nosotros.
-Ay ese día que la conocí, cuando volvimos juntos en tu camioneta, nos la pasamos hablando las tres, ella, Catalina y yo, dale que dale de charla, qué natural todo, enseguida hablábamos como si nos conociéramos de siempre…
Inmortalizado en un video que Pablo filmó sin su consentimiento a pocos días de aquel primer encuentro, estaba su testimonio sobre esa primera impresión que había tenido de mí.
-Me encanta esa chica para vos. Es simpática, conversadora, linda. Nada ordinaria.
Cuando Pablo me mostró el video, me sentí halagada. Rosita, la matriarca de esa familia, con noventa y pico de años, lúcida, implacable, me había aprobado. No era poca cosa.
Pablo estaba contento también, más allá de que la aprobación de la familia no siempre es tan importante, para él era bueno saber que Babe, como la llamaban, me había aceptado.
Cada vez que íbamos a visitarla, después de la obligada pregunta que nos hacía sobre si habíamos comido y la búsqueda de galletitas entre otras cosas a pesar de nuestra respuesta afirmativa, salía la conversación sobre ese día en que nos conocimos. Entre charlas, galletitas y café, la fui conociendo más.
Me fue contando de Sunchales, su pueblo en Santa Fe, de su juventud y su noviazgo con Mauricio devenido en casamiento a pesar de las familias enfrentadas por temas religiosos. Los anillos que traía del centro, los comienzos de los negocios. La infancia de sus hijos y nietos y lo difícil que era despertar a Pablo de su siesta para ir al colegio. Con detalles, con alguna risa, con ironías, con un dejo de nostalgia y con algún desliz de revelarme algún secreto que guardaba.
-Tenelo cortito a Pablo vos. Que no se escape. Que son tremendos los hombres.
Vaya si ella lo sabía… no sé muy bien si los años que llevaba de viudez la habían ayudado a perdonar. A olvidar seguro que no.
De a poco y con cada visita los recuerdos fueron mutando, las anécdotas se iban transformando en otras, la memoria se enredaba.
-Siempre me acuerdo como si fuera hoy de ese día que te conocí, que estábamos en la camioneta de Pablo con Catalina, y te vimos a vos parada en la esquina en un semáforo, y diluviaba, y vos estabas ahí empapada… yo le dije a Pablo, no podés dejar a esa chica ahí que se está mojando y hace frío… pará que la llevamos, preguntale dónde va. Si no hubiera sido por mí que le insistí para que parara, no se hubieran conocido y no serían tan felices…qué bueno que te ví y le dije de parar, estabas tan mojada y hacía tanto frío…
Esas son las corrientes que se siguen sin dudar. Rosita estaba súper contenta de haber sido la Celestina de nuestra historia de amor. Para qué corregirla, para qué hacerle notar que su memoria le estaba jugando malas pasadas, o no tan malas, ella quedaba como la gran responsable de lo que veía como algo bueno para su nieto. Además, yo era “nada ordinaria”, por ende, extraordinaria, en mi forma de ver el mundo.
Una madrugada de enero se fue. Ya había manifestado más de una vez cuando todavía podía decirlo, que estaba cansada.
Tuve la suerte de conocerla a Rosita. Una mujer “nada ordinaria”, igual que yo.